Ambos íbamos de la mano y nos cruzamos a una compañera mía del instituto donde estudio. Apenas la ví, ya supe la que se me venía.
- Él es mi novio -dije al presentarlos, sonriendo y haciéndome la impune pero una voz tan bajita que no llegaba a tapar mi inseguridad... Y que a la vez tampoco bastó para que no se escuchasen esas palabras tan heavys: "mi novio".
Porque, evidentemente, todavía no tengo idea de cómo identificarte ante los demás. Sólo sé que "somos"... pero es como si, inconscientemente, necesitara de alguna especie de confirmación o permiso que me deje completar esa oración: ¿somos qué cosa?
Después, casualmente y casi hasta burlándonos de nosotros mismos, hablábamos de que somos unos chapados a la antigua. Supongo que ese es el punto: "¿Chongo? ¡Ay, pero par favar! Esas son cosas de pendejitos".
viernes, 31 de julio de 2015
viernes, 10 de julio de 2015
Cagona
- ¿Y si voy a tu casa? -te pregunté, llena de ganas de verte.
- ¿Para hacer... qué? -me contestaste vos, haciéndote el desentendido.
- El amor. -escribí, de repente y casi sin pensarlo.
Después de unos segundos, pensé un poco más y mi mente recalculó esa respuesta. Recordé lo que me habías dicho hace algún tiempo ya, y todo lo que implicaba semejante oración: "hacer el amor". Fue entonces cuando mi parte tímida, poco ariesgada, casi cobarde, borró esas dos palabras reemplazándolas por otras dos, bastante más esperables dentro del contexto:
- La chanchada.
Y te lo envié, guardándome -de nuevo- un poco más de todo eso que me hacés sentir pero que no me animo a decirte.
- ¿Para hacer... qué? -me contestaste vos, haciéndote el desentendido.
- El amor. -escribí, de repente y casi sin pensarlo.
Después de unos segundos, pensé un poco más y mi mente recalculó esa respuesta. Recordé lo que me habías dicho hace algún tiempo ya, y todo lo que implicaba semejante oración: "hacer el amor". Fue entonces cuando mi parte tímida, poco ariesgada, casi cobarde, borró esas dos palabras reemplazándolas por otras dos, bastante más esperables dentro del contexto:
- La chanchada.
Y te lo envié, guardándome -de nuevo- un poco más de todo eso que me hacés sentir pero que no me animo a decirte.
jueves, 2 de julio de 2015
Chosen
No era la primera vez que sentía ese miedo. Ya me había pasado, incluso, cuando te conocí.
Era una guerra constante entre mi corazón y la parte fría y calculadora de mi cabeza: "¿Realmente funcionará esta vez?" "Pero nunca me volví a sentir con nadie como con Él." "Mi familia no lo quiere" "Pero yo a Él sí" "Su familia me odia" "Pero Él parece querer seguir a mi lado." "Yo que vos no me confiaría tanto"... y así, un montón de etcéteras.
Sin embargo, la parte de la balanza que terminaba en el piso por tanto peso siempre fue la misma. Porque aprendí que elegir seguir adelante no significa sólo probar y ver cómo salen las cosas; significa volver a tomar coraje a pesar del miedo, y no dejar de confiar en lo que sentís...
... Y yo nunca dejé de elegirte.
martes, 17 de febrero de 2015
Vestigios de cosas pasadas. Parte 2.
Me di cuenta de que todo aquello que llamo "reliquia", apareció en mi vida y tuvo lugar en lo que, me animaría a decir, fue la etapa más linda de mi vida.
En ese momento yo estaba terminando una etapa. Corría el año 2009 y era mi último día en Bariloche junto a mis compañeros del colegio. Emocionada y nostálgica en una cabaña, rodeada de amigos, no paraba de pensar en lo poquito que faltaba para ir a Buenos Aires y volver a verlo. Tantos días habían pasado ya sin un abrazo suyo...
—Liza, ah, ¡ahí estás! -exclamó casi a gritos una de las mamás que nos acompañó, al encontrarme entre el junterío de gente. Estaban repartiendo cosas para todos los chicos. Parecían cartas, o algo así... —Nena, Dios mío —siguió ella—. Casi nos morimos cuando tuvimos que imprimir semejante cantidad de papel sólo para vos.
Yo no entendía nada. La señora había subido tanto la voz "retándome", que todos los que estaban cerca se voltearon, curiosos, para ver de qué se trataba todo eso.
Agarré la pila de hojas dobladas por la mitad que la mamá me dio. Mi nombre estaba escrito con lapicera en ella, y mis amigas, que ya tenían sus cartas, me miraban expectantes.
Cuando abrí la pila de hojas, pude ver que la primera carilla era una notita de parte de mi familia; en la segunda carilla había una linda y colorida carta de mi hermana mayor. Ambas escritas por computadora y deseándome suerte en mi vida. Que ojalá que la haya pasado bien en el viaje y demás cosas clichés. Pero cada carta empezaba y terminaba en la misma carilla... Entonces, ¿por qué tanto escándalo? ¿ Por qué tantos papeles?
Cuando volteé a la hoja siguiente, me dí cuenta...
—¡Aahhhh, noooo —dijeron, casi a coro, todos los que pudieron ver conmigo. Corría las hojas, volteaba las páginas, y todas pertenecían a la misma carta. Casi interminable.
—Boluda, ¿de quién es esa carta? —preguntó una de mis amigas, tan sorprendida como yo—Jodeme que de...
... Sí. Supe que era de Él apenas vi la primer página. Reconocí su forma de escribir, incluso la fuente que usaba cada vez que escribía algo en la PC. Pude ver frases en negrita, en cursiva, paréntesis y corchetes. Su perfecta ortografía, su gran redacción... Era Él. La razón por la que quería volver a Buenos Aires desde que llegué a Bariloche me había tipeado una carta de veintidós hojas. Sólo para mí.
La emoción me desbordó, y antes de que pudiera llegar a leer apenas una frase, mis amigas, admiradas, sorprendidas y eufóricas, me la quitaron de las manos al mismo tiempo que yo agarré mi celular para escribirle un mensaje de texto, totalmente conmovida e incrédula.
Recuerdo que esa noche sólo dormí media hora. Tenía un sueño acumulado de once noches seguidas y ni siquiera eso había sido más fuerte que mis emocionantes ganas de leer esa carta. Mi carta... Era una especie de diario íntimo suyo, escrito desde el día en que me había ido de viaje hasta días antes de que yo volviera. Literalmente era un diario íntimo. Me contaba todo lo que hacía y pensaba mientras yo no estaba, incluso con horario incluído. No paré de leerlo hasta el final, totalmente enamorada de Él.
- - - - - - - - - -
La palabra "último" protagonizó varias escenas ese año. Último día en mi viaje de egresados, último año en la escuela... y esa fue la primera y última carta que Él me había escrito en todo nuestro noviazgo. ¿Cómo no iba a volverse una reliquia?
Algunas veces, todavía la sigo leyendo. Lo tengo bien a mano guardado en una carpeta dentro de mi placard. Llámenlo masoquismo si quieren... si leer algo que formó parte de la etapa más linda de tu vida es masoquismo, entonces me declaro una sádica.
Pero sí, también reconozco que está mal lo que hago. Está mal porque yo me pongo mal. Porque es como que cada vez que lo leo no puedo creer que lo haya escrito la misma persona para la que sé que ya no significo nada en su vida. Me cuesta caer en al idea de que esa misma carta que tan feliz me hizo leer, ahora no represente nada de nada. Mientras lo leo es como si quisiera hacerme la ilusión de que todo lo escrito sigue siendo cierto... pero después sé que ya no. Y quiebro.
Y sé bien qué es lo que se tiene que hacer con las cosas que a uno le hacen mal. Sé lo que tengo que hacer con todas estas "reliquias", que reflejan cosas que ahora sólo son sombras casi inexistentes de algo que ya pasó... pero no tengo el coraje suficiente.
¿Pero cómo hago? ¿Cómo hago para deshacerme de todo esto y finalmente olvidarme de vos...?
El alma se me hace un nudo en la garganta de sólo pensarlo. Me ahogo.
"Pensar que algunos se preguntan cómo reconocer al
amor, cómo puede saber uno cuándo está realmente enamorado… yo creo que no
necesito más pruebas."
Juro que a veces siento que no puedo más. Quiero dormirme para siempre.
domingo, 18 de enero de 2015
No one can worse this
Cuando el valor que le das a las cosas que tenés sobrepasa los límites de lo económico, de lo superfluo, te sentís desorientado sin él, porque para vos es mucho más que algo utilitario; más allá de que sabés que lo material va a y viene, es difícil caer en la situación de que todo el significado y los recuerdos que llevan consigo son los que no van a volver nunca más...
... y a mí nadie me va a devolver lo que se llevaron junto con mi celular. ESE celular.
Mi Nokia 5230 fue mi primer logro, de mi primer sueldo, del primer laburo serio que tuve en mi vida. Corría julio de 2011 y nada podía darme más orgullo en ese momento. Recuerdo que me tomé mi tiempo en una cafetería antes de entrar a trabajar, agarré mi cajita y, mientras inspeccionaba mi chiche nuevo, les avisaba a todos: "¡Te escribo desde mi nuevo celu!". Haciéndome la snob escribiendo en una pantalla táctil (no era un teclado con números ruidosos, ¡era una pantalla táctil!), primero le conté a mi novio, luego a amigas cercanas, e incluso a la dueña del bar donde trabajaba mucho antes.
Al pasar el tiempo, notaba que todos a mi alrededor se compraban otros celulares. "Para el trabajo"; "quiero algo mejor"; "está de moda"; "se me rompió". Siempre había algún motivo, y mientras todos iban por el quinto celular de sus vidas, yo seguía con mi mismo Nokia, cada vez más austero en comparación con los demás, y sin esas cosas estrafalarias como Wifi o Android, de las cuales nunca entendí nada. No sólo por una cuestión de que no veía necesario hacerlo, sino por una cuestión de comodidad. Mi Nokia era lo que yo sabía usar y a lo que estaba acostumbrada. No necesitaba más a pesar de las tentaciones del sistema.
Los meses se hicieron años, y las cargadas empezaron a hacerse presentes. "Me parece que es hora de que lo jubiles"— decían mis primas, mis amigas y mis hermanas al escuchar un ringtone que parecía salir de una radio a la que se le estaba acabando la batería; la memoria no funcionaba bien, la batería me empezó a durar menos, la carcasa se soltó por las caídas, la pantalla se rayó, el cable de USB no conectaba bien... Pero así y todo me seguía sirviendo. Así tenía que pegar la batería con cinta de papel para que no se cayera, así se apagara solo y se colgara, a mí me seguía sirviendo. Hacía lo posible para que me siguiera sirviendo.
En este momento, ahora soy yo la que tiene un motivo para comprarse otro celular, y no porque quiero algo mejor, ni porque quiero estar a la moda... sino porque alguien me lo quitó. Ahora que no lo tengo me doy cuenta de la falta que me hace, y no porque no pueda mandarle un whatsapp a mi hermana para avisarle que ya está el almuerzo. Tengo mensajitos que datan de años en los que fui amada por la persona que amo; mensajitos que nunca más voy a poder leer alguna noche antes de dormirme, ni en ningún momento más; tenía fotos y grabaciones que no pude pasar y que nunca más voy a poder ver ni escuchar. Mi celular era el lugar en el que escribía cuando lo extrañaba. Estaba lleno de mensajitos que nunca me animé a mandarle pero que siempre tuve ahí guardados, sólo para Él.
Mi celular era mi otra reliquia. El segundo y último celular de mi vida (al primero no lo tiré por las mismas razones. Ahí tengo el primero de todos los mensajitos que me mandó), y ya no lo tengo más. ... y sea quien sea el que haya sido el que se lo llevó, muero por que sepa que a pesar que seguramente a él/ella no le sirva para nada (lo reconozco, mi celular era una chotada), para mí valía millones porque detrás de esa batería encintada con cinta de papel, de esa pantalla gastada, y esa carcasa rayada y rota, estaba escrita parte de mi vida —una de las más importantes— en cuatro años.
... y a mí nadie me va a devolver lo que se llevaron junto con mi celular. ESE celular.
Mi Nokia 5230 fue mi primer logro, de mi primer sueldo, del primer laburo serio que tuve en mi vida. Corría julio de 2011 y nada podía darme más orgullo en ese momento. Recuerdo que me tomé mi tiempo en una cafetería antes de entrar a trabajar, agarré mi cajita y, mientras inspeccionaba mi chiche nuevo, les avisaba a todos: "¡Te escribo desde mi nuevo celu!". Haciéndome la snob escribiendo en una pantalla táctil (no era un teclado con números ruidosos, ¡era una pantalla táctil!), primero le conté a mi novio, luego a amigas cercanas, e incluso a la dueña del bar donde trabajaba mucho antes.
Al pasar el tiempo, notaba que todos a mi alrededor se compraban otros celulares. "Para el trabajo"; "quiero algo mejor"; "está de moda"; "se me rompió". Siempre había algún motivo, y mientras todos iban por el quinto celular de sus vidas, yo seguía con mi mismo Nokia, cada vez más austero en comparación con los demás, y sin esas cosas estrafalarias como Wifi o Android, de las cuales nunca entendí nada. No sólo por una cuestión de que no veía necesario hacerlo, sino por una cuestión de comodidad. Mi Nokia era lo que yo sabía usar y a lo que estaba acostumbrada. No necesitaba más a pesar de las tentaciones del sistema.
Los meses se hicieron años, y las cargadas empezaron a hacerse presentes. "Me parece que es hora de que lo jubiles"— decían mis primas, mis amigas y mis hermanas al escuchar un ringtone que parecía salir de una radio a la que se le estaba acabando la batería; la memoria no funcionaba bien, la batería me empezó a durar menos, la carcasa se soltó por las caídas, la pantalla se rayó, el cable de USB no conectaba bien... Pero así y todo me seguía sirviendo. Así tenía que pegar la batería con cinta de papel para que no se cayera, así se apagara solo y se colgara, a mí me seguía sirviendo. Hacía lo posible para que me siguiera sirviendo.
En este momento, ahora soy yo la que tiene un motivo para comprarse otro celular, y no porque quiero algo mejor, ni porque quiero estar a la moda... sino porque alguien me lo quitó. Ahora que no lo tengo me doy cuenta de la falta que me hace, y no porque no pueda mandarle un whatsapp a mi hermana para avisarle que ya está el almuerzo. Tengo mensajitos que datan de años en los que fui amada por la persona que amo; mensajitos que nunca más voy a poder leer alguna noche antes de dormirme, ni en ningún momento más; tenía fotos y grabaciones que no pude pasar y que nunca más voy a poder ver ni escuchar. Mi celular era el lugar en el que escribía cuando lo extrañaba. Estaba lleno de mensajitos que nunca me animé a mandarle pero que siempre tuve ahí guardados, sólo para Él.
Mi celular era mi otra reliquia. El segundo y último celular de mi vida (al primero no lo tiré por las mismas razones. Ahí tengo el primero de todos los mensajitos que me mandó), y ya no lo tengo más. ... y sea quien sea el que haya sido el que se lo llevó, muero por que sepa que a pesar que seguramente a él/ella no le sirva para nada (lo reconozco, mi celular era una chotada), para mí valía millones porque detrás de esa batería encintada con cinta de papel, de esa pantalla gastada, y esa carcasa rayada y rota, estaba escrita parte de mi vida —una de las más importantes— en cuatro años.
miércoles, 14 de enero de 2015
Vestigios de cosas pasadas. Parte 1.
Creo que nadie safa de tener al menos UN objeto que represente algo para sus vidas. Una foto, un envoltorio de alguna golosina, algún llavero, alguna remera o cualquier otra prenda de vestir, algún frasco de un perfume, algún cabello —para los ya muy enfermizos— o alguna piedra... todo es bienvenido a lo que de simbólico se trata. Y todo, al fin y al cabo, representa lo mismo: algún recuerdo que nos lleva a ese momento especial, con, seguramente, alguien que es o que fue especial. ¿Cuál sería el sentido de tal reliquia, si no?
Yo tengo varias pequeñas reliquias. Pedacitos de mi pasado, de esos que me hacen sonreír y arder los ojos a la vez. Todas de diferentes personas... cada una con su singular significado. Sin embargo, tal vez por la prepotente cursilería y gomosidad que me caracteriza, reconozco tener unas pocas que son llamativamente importantes para mí. Entre ellas, Seis, mi peluche.
Sí, leyeron bien. Peluche. Adulta de veintitrés años y cerca de ser licenciada... Un peluche.
Y sí, también leyeron bien. Seis es su nombre (sí, sí... también eso. Hasta tiene nombre).
—¡Awwwww! —exclamé ante su regalo, totalmente emocionada. Recuerdo perfectamente cómo Él me imitó al segundo siguiente, sonriendo con suficiencia y abrazándome, lleno de satisfacción al saber que me había encantado.
Era 14 de septiembre de 2008 y Él y yo estábamos cumpliendo seis meses de novios —de ahí el extraordinario, impensado, impredecible y original nombre— y esta preciosura, en forma de perro, venía escondida en un elegante bolso de color rosa. No más alto que mis dos puños juntos, el perrito, de un pelo blanco que literalmente brillaba, llevaba unas largas orejas de color marrón claro, ojos negros, una especie de correa que imitaban a un moño en su cuello y un pomposo corazón rojo colgando de su hocico, con la típica frase que completaba la perfección del momento: Te amo.
Recuerdo que llegué a mi casa como si llevara un trofeo digno de una reina. Me sentía una reina, y como tal, la más feliz de todas, apoyé a Seis en mi cama.
Me dí cuenta de que su pelo era adictivamente suave. Casi por acto reflejo lo abracé... y recuerdo cómo abrí los ojos apenas lo hice. El peluche olía a Él. Tenía puesto su perfume —qué raro, ¡mi novio estaba en todas!—
Desde entonces siempre dormí con Seis en mi cama. Así lo dejara a un costado para dormir, notaba cómo, todavía dormida, inconscientemente lo alcanzaba para abrazarlo. Era un pedacito de Él materializado, con su perfume y suave. Era perfecto... Me hacía feliz con tan poco. Con tanto, a la vez.
Después de que me dejó, Seis fue como el único sostén que tenía las noches que no podía dormir por el llanto. Pasaba el tiempo, y yo seguía abrazándolo, como si todavía pudiese abrazar a ese pedacito de mi vida que ya no estaba... Haciéndome creer aunque sea por unos segundos que aquella frase en su corazón seguía siendo cierta. "Te amo".
Tanto llegó a pasar el tiempo, que llegué a pensar en que guardarlo sería la mejor opción. Pero no pude hacerlo, no hasta ahora.
Este año va a cumplir siete años. El pelo de Seis ya no brilla, ya no es tan suave ni es tan blanco como al principio. Ya no lleva su perfume, el moño de su correa ya no tiene forma, y para cualquiera, incluso para Él, Seis no sería más que un peluche insípido, sucio, viejo y sin significado alguno. Pero la leyenda en ese corazoncito en su hocico sigue intacta, tal y como la primera vez que pude leerla... Recordándome lo feliz que había sido gracias a quien me lo había regalado, y a quien creo que va a ser el único a quien amé tanto.
Y lo peor de todo es que creo que Él no tiene idea de que sigo durmiendo con Seis. Creo que hoy va a tener que bancarse un par de lágrimas más cuando me vaya a dormir... más sabiendo que hoy, fecha 14, tampoco tiene significado alguno ya.
Yo tengo varias pequeñas reliquias. Pedacitos de mi pasado, de esos que me hacen sonreír y arder los ojos a la vez. Todas de diferentes personas... cada una con su singular significado. Sin embargo, tal vez por la prepotente cursilería y gomosidad que me caracteriza, reconozco tener unas pocas que son llamativamente importantes para mí. Entre ellas, Seis, mi peluche.
Sí, leyeron bien. Peluche. Adulta de veintitrés años y cerca de ser licenciada... Un peluche.
Y sí, también leyeron bien. Seis es su nombre (sí, sí... también eso. Hasta tiene nombre).
—¡Awwwww! —exclamé ante su regalo, totalmente emocionada. Recuerdo perfectamente cómo Él me imitó al segundo siguiente, sonriendo con suficiencia y abrazándome, lleno de satisfacción al saber que me había encantado.
Era 14 de septiembre de 2008 y Él y yo estábamos cumpliendo seis meses de novios —de ahí el extraordinario, impensado, impredecible y original nombre— y esta preciosura, en forma de perro, venía escondida en un elegante bolso de color rosa. No más alto que mis dos puños juntos, el perrito, de un pelo blanco que literalmente brillaba, llevaba unas largas orejas de color marrón claro, ojos negros, una especie de correa que imitaban a un moño en su cuello y un pomposo corazón rojo colgando de su hocico, con la típica frase que completaba la perfección del momento: Te amo.
Recuerdo que llegué a mi casa como si llevara un trofeo digno de una reina. Me sentía una reina, y como tal, la más feliz de todas, apoyé a Seis en mi cama.
Me dí cuenta de que su pelo era adictivamente suave. Casi por acto reflejo lo abracé... y recuerdo cómo abrí los ojos apenas lo hice. El peluche olía a Él. Tenía puesto su perfume —qué raro, ¡mi novio estaba en todas!—
Desde entonces siempre dormí con Seis en mi cama. Así lo dejara a un costado para dormir, notaba cómo, todavía dormida, inconscientemente lo alcanzaba para abrazarlo. Era un pedacito de Él materializado, con su perfume y suave. Era perfecto... Me hacía feliz con tan poco. Con tanto, a la vez.
Después de que me dejó, Seis fue como el único sostén que tenía las noches que no podía dormir por el llanto. Pasaba el tiempo, y yo seguía abrazándolo, como si todavía pudiese abrazar a ese pedacito de mi vida que ya no estaba... Haciéndome creer aunque sea por unos segundos que aquella frase en su corazón seguía siendo cierta. "Te amo".
Tanto llegó a pasar el tiempo, que llegué a pensar en que guardarlo sería la mejor opción. Pero no pude hacerlo, no hasta ahora.
Este año va a cumplir siete años. El pelo de Seis ya no brilla, ya no es tan suave ni es tan blanco como al principio. Ya no lleva su perfume, el moño de su correa ya no tiene forma, y para cualquiera, incluso para Él, Seis no sería más que un peluche insípido, sucio, viejo y sin significado alguno. Pero la leyenda en ese corazoncito en su hocico sigue intacta, tal y como la primera vez que pude leerla... Recordándome lo feliz que había sido gracias a quien me lo había regalado, y a quien creo que va a ser el único a quien amé tanto.
Y lo peor de todo es que creo que Él no tiene idea de que sigo durmiendo con Seis. Creo que hoy va a tener que bancarse un par de lágrimas más cuando me vaya a dormir... más sabiendo que hoy, fecha 14, tampoco tiene significado alguno ya.
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