domingo, 18 de enero de 2015

No one can worse this

Cuando el valor que le das a las cosas que tenés sobrepasa los límites de lo económico, de lo superfluo, te sentís desorientado sin él, porque para vos es mucho más que algo utilitario; más allá de que sabés que lo material va a y viene, es difícil caer en la situación de que todo el significado y los recuerdos que llevan consigo son los que no van a volver nunca más...

... y a mí nadie me va a devolver lo que se llevaron junto con mi celular. ESE celular.

Mi Nokia 5230 fue mi primer logro, de mi primer sueldo, del primer laburo serio que tuve en mi vida. Corría julio de 2011 y nada podía darme más orgullo en ese momento. Recuerdo que me tomé mi tiempo en una cafetería antes de entrar a trabajar, agarré mi cajita y, mientras inspeccionaba mi chiche nuevo, les avisaba a todos: "¡Te escribo desde mi nuevo celu!". Haciéndome la snob escribiendo en una pantalla táctil (no era un teclado con números ruidosos, ¡era una pantalla táctil!), primero le conté a mi novio, luego a amigas cercanas, e incluso a la dueña del bar donde trabajaba mucho antes.

Al pasar el tiempo, notaba que todos a mi alrededor se compraban otros celulares. "Para el trabajo"; "quiero algo mejor"; "está de moda"; "se me rompió". Siempre había algún motivo, y mientras todos iban por el quinto celular de sus vidas, yo seguía con mi mismo Nokia, cada vez más austero en comparación con los demás, y sin esas cosas estrafalarias como Wifi o Android, de las cuales nunca entendí nada. No sólo por una cuestión de que no veía necesario hacerlo, sino por una cuestión de comodidad. Mi Nokia era lo que yo sabía usar y a lo que estaba acostumbrada. No necesitaba más a pesar de las tentaciones del sistema.

Los meses se hicieron años, y las cargadas empezaron a hacerse presentes. "Me parece que es hora de que lo jubiles"— decían mis primas, mis amigas y mis hermanas al escuchar un ringtone que parecía salir de una radio a la que se le estaba acabando la batería; la memoria no funcionaba bien, la batería me empezó a durar menos, la carcasa se soltó por las caídas, la pantalla se rayó, el cable de USB no conectaba bien... Pero así y todo me seguía sirviendo. Así tenía que pegar la batería con cinta de papel para que no se cayera, así se apagara solo y se colgara, a mí me seguía sirviendo. Hacía lo posible para que me siguiera sirviendo.

En este momento, ahora soy yo la que tiene un motivo para comprarse otro celular, y no porque quiero algo mejor, ni porque quiero estar a la moda... sino porque alguien me lo quitó. Ahora que no lo tengo me doy cuenta de la falta que me hace, y no porque no pueda mandarle un whatsapp a mi hermana para avisarle que ya está el almuerzo. Tengo mensajitos que datan de años en los que fui amada por la persona que amo; mensajitos que nunca más voy a poder leer alguna noche antes de dormirme, ni en ningún momento más; tenía fotos y grabaciones que no pude pasar y que nunca más voy a poder ver ni escuchar. Mi celular era el lugar en el que escribía cuando lo extrañaba. Estaba lleno de mensajitos que nunca me animé a mandarle pero que siempre tuve ahí guardados, sólo para Él.

Mi celular era mi otra reliquia. El segundo y último celular de mi vida (al primero no lo tiré por las mismas razones. Ahí tengo el primero de todos los mensajitos que me mandó), y ya no lo tengo más. ... y sea quien sea el que haya sido el que se lo llevó, muero por que sepa que a pesar que seguramente a él/ella no le sirva para nada (lo reconozco, mi celular era una chotada), para mí valía millones porque detrás de esa batería encintada con cinta de papel, de esa pantalla gastada, y esa carcasa rayada y rota, estaba escrita parte de mi vida —una de las más importantes— en cuatro años.

miércoles, 14 de enero de 2015

Vestigios de cosas pasadas. Parte 1.

Creo que nadie safa de tener al menos UN objeto que represente algo para sus vidas. Una foto, un envoltorio de alguna golosina, algún llavero, alguna remera o cualquier otra prenda de vestir, algún frasco de un perfume, algún cabello —para los ya muy enfermizos— o alguna piedra... todo es bienvenido a lo que de simbólico se trata. Y todo, al fin y al cabo, representa lo mismo: algún recuerdo que nos lleva a ese momento especial, con, seguramente, alguien que es o que fue especial. ¿Cuál sería el sentido de tal reliquia, si no?

Yo tengo varias pequeñas reliquias. Pedacitos de mi pasado, de esos que me hacen sonreír y arder los ojos a la vez. Todas de diferentes personas... cada una con su singular significado. Sin embargo, tal vez por la prepotente cursilería y gomosidad que me caracteriza, reconozco tener unas pocas que son llamativamente importantes para mí. Entre ellas, Seis, mi peluche.

Sí, leyeron bien. Peluche. Adulta de veintitrés años y cerca de ser licenciada... Un peluche.
Y sí, también leyeron bien. Seis es su nombre (sí, sí... también eso. Hasta tiene nombre).

—¡Awwwww! —exclamé ante su regalo, totalmente emocionada. Recuerdo perfectamente cómo Él me imitó al segundo siguiente, sonriendo con suficiencia y abrazándome, lleno de satisfacción al saber que me había encantado.

Era 14 de septiembre de 2008 y Él y yo estábamos cumpliendo seis meses de novios —de ahí el extraordinario, impensado, impredecible y original nombre— y esta preciosura, en forma de perro, venía escondida en un elegante bolso de color rosa. No más alto que mis dos puños juntos, el perrito, de un pelo blanco que literalmente brillaba, llevaba unas largas orejas de color marrón claro, ojos negros, una especie de correa que imitaban a un moño en su cuello y un pomposo corazón rojo colgando de su hocico, con la típica frase que completaba la perfección del momento: Te amo.

Recuerdo que llegué a mi casa como si llevara un trofeo digno de una reina. Me sentía una reina, y como tal, la más feliz de todas, apoyé a Seis en mi cama.
Me dí cuenta de que su pelo era adictivamente suave. Casi por acto reflejo lo abracé... y recuerdo cómo abrí los ojos apenas lo hice. El peluche olía a Él. Tenía puesto su perfume —qué raro, ¡mi novio estaba en todas!

Desde entonces siempre dormí con Seis en mi cama. Así lo dejara a un costado para dormir, notaba cómo, todavía dormida, inconscientemente lo alcanzaba para abrazarlo. Era un pedacito de Él materializado, con su perfume y suave. Era perfecto... Me hacía feliz con tan poco. Con tanto, a la vez.

Después de que me dejó, Seis fue como el único sostén que tenía las noches que no podía dormir por el llanto. Pasaba el tiempo, y yo seguía abrazándolo, como si todavía pudiese abrazar a ese pedacito de mi vida que ya no estaba... Haciéndome creer aunque sea por unos segundos que aquella frase en su corazón seguía siendo cierta. "Te amo".

Tanto llegó a pasar el tiempo, que llegué a pensar en que guardarlo sería la mejor opción. Pero no pude hacerlo, no hasta ahora.
Este año va a cumplir siete años. El pelo de Seis ya no brilla, ya no es tan suave ni es tan blanco como al principio. Ya no lleva su perfume, el moño de su correa ya no tiene forma, y para cualquiera, incluso para Él, Seis no sería más que un peluche insípido, sucio, viejo y sin significado alguno. Pero la leyenda en ese corazoncito en su hocico sigue intacta, tal y como la primera vez que pude leerla... Recordándome lo feliz que había sido gracias a quien me lo había regalado, y a quien creo que va a ser el único a quien amé tanto.

Y lo peor de todo es que creo que Él no tiene idea de que sigo durmiendo con Seis. Creo que hoy va a tener que bancarse un par de lágrimas más cuando me vaya a dormir... más sabiendo que hoy, fecha 14, tampoco tiene significado alguno ya.