Algo que realmente me da bronca de esta enfermedad (porque hay que reconocerlo, basta: la depresión es una enfermedad) es lo mucho que ralentiza todo lo que quiero hacer. Todo me cuesta el triple.
Apenas llegué y abrí la puerta, el espejo frente a mí me mostró a una Liza distinta a la que acababan de ver todos durante el día. Pero decidí no evitarla esta vez. Me paré frente a ella y la miré antes de entrar al dormitorio.
"Necesito una ducha" -pensé mientras notaba mi pelo opaco por el paso de los días; "Debo darle una barridita a este piso" -me lamenté al ver mi habitación igual de dejada que mi pelo.
Así que empecé. Lenta... Pero constante. Primero la escoba, después el cepillo de dientes, hilo dental... Todo lento. No podía más. Pero decidido.
De verdad era suave y concienzuda con mis movimientos, pero mis encías sangraron, me dolían, y me daba cuenta de que todo eso era consecuencia del paso del tiempo. De la dejadez. En ese momento fue cuando noté la tristeza en mi semblante: párpados caídos, incipientes líneas de expresión cortando mis ojeras, y capilares chiquititos inyectados en sangre se hacían notar en mis ojos... Capilares que tal vez escondían un llanto suprimido por los medicamentos, creo yo.
Limpié e hidraté la piel de mi cara con delicadeza. Y sabía que lo que iba a ver no me iba a gustar, pero así y todo, decidí sacarme la ropa frente a ese espejo antes de bañarme. Le debo muchos mimos a este cuerpo tan maltratado. Eso me dió un poquito de valentía para observar.
Apenas pude hacerlo, esas lágrimas contenidas por los antidepresivos comenzaron a brotar, casi como hablándome, casi como diciéndome "por fin nos dejaste salir". Y las dejé.
Estaba desnuda, pero mi mirada se centraba en esa cara avejentada, cansada de sentir tanto dolor. Deslicé mi pelo hacia atrás, me sequé las lágrimas casi acariciándome los pómulos: "esto es necesario para sanar" -pensé. "Estás lágrimas están para hacerme sentir mejor."
Después mi vista se fue cerca de mi cuello: pequeñas cicatrices me recordaron a esas agujas que habían irrumpido en mi piel para salvar mi vida la última vez que estuve internada. Las lágrimas seguían cayendo. Salpicaban mi pecho. Acaricié las cicatrices y volví a pensar, como hablándome a mí misma: "estas marcas ya forman parte de tu historia. Vas a tener que vivir con ellas."
Pero habían heridas que no se veían en el espejo.
La vista siguió bajando... Y fue inevitable: mis dos manos terminaron acariciando la parte baja de mi vientre. Inexorablemente recordé esas minúsculas vidas tan deseadas que estuvieron albergándose alguna vez ahí adentro. Las lágrimas chorrearon más gordas y cerré los ojos al escuchar una voz que no era mía pero que me decía: "Vas a tener que aprender a vivir con esto."
Volví a abrir los ojos. Los globos oculares ya no eran blancos, al igual que el resto de mi semblante, colorado por la angustia. Todo estaba empapado con lágrimas saladas. Todo era piel inyectada en sangre de dolor que no pude expresar hasta entonces... Y contemplado esa mirada apagada, desesperanza, la voz volvió a hablarme:
"Él ya no te quiere. Y también vas a tener que aprender a vivir con esto."